martes, mayo 29, 2007

5.- Pintura de Eneas huyendo de Troya

- ¿Por qué has decidido esculpir a la diosa sentada? – pregunta Anna, la hermana de la reina Dido, a Demetrius Peder. Desde hace rato está en el taller del escultor observándolo manejar el escoplo y el martillo, y no cesa de hacerle preguntas ni de dar vueltas a su alrededor. Anna tiene el espíritu tan inquieto como las piernas y una risa cristalina que resuena por Cartago a cada momento. Para ella, la decoración del templo de la diosa Juno es una novedad emocionante.

- ¡Alguien debe estar sentado en esta ciudad! – responde con ironía el escultor, lanzándole una mirada de reojo. Sin embargo, la hermana de la reina no se da por aludida y sigue mirándolo a la espera de una contestación. Hay alegría y curiosidad en sus ojos, de color marrón claro, y una sonrisa que nunca se le borra de los labios. Demetrius la ha observado a veces sacudir la cabeza, como si acabara de convencerse a sí misma de algo y se diera la aprobación. Y con ese gesto sus cabellos castaños, sueltos y ondulados, saltan por encima de los hombros con la gracia de una oleada. Si en lugar de la diosa Juno hubiera de esculpir a una Diana, Anna sería la modelo perfecta.

- Si ha de proteger esta ciudad durante siglos – responde por fin el escultor – más vale que la madre Juno esté cómoda y descansada. ¿No crees?

Lejos de ofenderse por esta respuesta apropiada para una niña pequeña, Anna se ríe. Le cae bien el escultor y le hace gracia verle los ojillos azules en medio de la cara cubierta de polvo blanco, como si moliera trigo o, visto de lejos, como si acabara de llevarse un susto. Se despide de él y sale a la puerta, donde la espera Nismacil, su acompañante y protectora.
- Hoy estoy decidida a conseguir que Cárminis me muestre sus pinturas – le dice a Nismacil mientras se dirigen al templo –. Mi hermana las ha visto ya y yo me muero de ganas. ¡Has de ayudarme a convencerla!

- No pienso entrar, te lo he dicho muchas veces – responde Nismacil – De modo que no insistas. Aquí afuera te espero.

- No conozco a nadie con tanta resistencia como tú a acercarse a la diosa Juno. ¡Cualquiera diría que la temes!

- En mi lugar, tú también la temerías – responde Nismacil y, de pronto, instintivamente, sin pensarlo, señala a Anna con el dedo y añade – No estés segura de hallarte a salvo de sus maquinaciones.

Por un instante, Anna se siente sobrecogida por su gesto y la rotundidad de sus palabras. Sin embargo, recobra pronto la compostura y entra en el templo. Nada más traspasar el umbral, la inunda el olor de las pinturas fluyendo a través de la oscuridad. Se detiene durante unos instantes esperando a que sus ojos se acostumbren a la penumbra. Allá, al fondo, brilla una antorcha sujeta al muro. Se acerca en silencio hacia la luz. Cárminis está trabajando en la pared de la izquierda, y en este preciso momento se halla de espaldas a la puerta, inclinada sobre la mesa donde prepara y mezcla las pinturas. Anna se detiene a contemplar un tramo de pared pintado.



Ante sus ojos se extiende un campo de batalla. En un extremo se ven las murallas y torreones de una ciudad y, en la punta contraria, una playa con muchas naves varadas en la arena. Cerca de ellas, casi a su sombra, se levantan tiendas de cuero oscuro. No se ve a nadie en el campamento. Todo el mundo ha acudido a la zona central, donde se está librando una batalla. Varios carros se dirigen hacia la muralla y algunos hombres al pie de los muros los apuntan con sus lanzas y esperan a que sus propios carros frenen al enemigo . Dos caballos se alzan de manos espantados, uno de ellos con el pecho atravesado por una lanza y los ojos exorbitados. El guerrero que ha arrojado la lanza está tan cerca, que los caballos van a aplastarlo. El auriga del carro ha perdido las riendas, está a punto de caer y será arrollado por los caballos que galopan detrás. El conductor de este segundo carro trata de esquivarlo y hace virar el suyo de tal modo que inevitablemente atropellará por la espalda a unos arqueros mientras lanzan sus flechas con una rodilla en tierra.

Ajenos a las maniobras de los carros, un grupo de guerreros combate cuerpo a cuerpo. Los rostros contraídos por el esfuerzo, los músculos tensos. Algunos yacen en el suelo y son rematados por sus enemigos. Se oye el fragor de la batalla, el ruido afilado de las espadas al chocar contra los escudos y los cascos, los gritos de ánimo y de agonía, los insultos con que se provoca a los enemigos buscando que la ira los ciegue y pierdan el control.

Anna está fascinada. Cuando Cárminis, con un sobresalto, se percata de su presencia, se brinda a explicarle ese y otros paneles terminados. Muy cerca de la hornacina donde se alojará la estatua de Juno, hay una escena dramática. La ciudad de Troya arde en llamas, avivadas aún más por los reflejos rojizos que arroja la tea encendida. Un hombre ha logrado escapar y lleva sobre sus espaldas a un anciano. A Anna le encoge el corazón ese pobre viejo.

- ¿Quiénes son los que escapan? ¿Y a dónde van?

- Son Eneas y su padre Anquises. El niño a su lado es Ascanio. Donde vayan, Juno los perseguirá. Desdichado quien se lo encuentre por el camino, porque la ira de la diosa es como la lanza que atraviesa a aquel caballo: no contenta con herir al animal, daña a cuantos lo rodean.




* Detalle de escultura femenina. Museos Capitolinos. Roma.
**Detalle de relieve con figura femenina. Museos Capitolinos. Roma.
***Columnas del templo de Venus y Roma. Roma.
****Detalle de pintura mural con una batalla. Museos Capitolinos. Roma.
*****Detalle de pintura mural con el incendio de Troya y la huida de Eneas. Estancias de Rafael. Museos Vaticanos. Roma.
******Detalle de cornisa en la iglesia San Luis de los Franceses. Roma.









viernes, mayo 25, 2007

4.- Los dioses forjan el destino de Dido y Eneas.

- Te diré una cosa, señora Imilce: la reina Dido fue una gran incomprendida en su tiempo, e incluso ahora. Mi madre no se cansó nunca de decírmelo. Ambas eran muy diferentes, pero tenían dos rasgos en común: ser muy luchadoras y rechazar el matrimonio – me dice la tejedora Amneris mientras vamos de camino a la plazuela del granado.

- Un rechazo muy diferente, Amneris – le respondo – Tu madre se había criado en compañía de mujeres, en un lugar donde no tenían cabida los varones. Todo el mundo sabía que a Nismacil no le entraba en la cabeza la idea del matrimonio. En cambio, Dido…

- A la reina le disgustaba someterse por obligación a un hombre, puedes estar segura – se reafirma Amneris golpeteando el suelo con su bastón – Y nadie, de entre todos los fenicios, fue capaz de aceptarlo. O eso creía ella.

- Puede que tengas razón, pero no acaba de convencerme.

- ¿Y cómo podríamos saberlo? – interviene Karo, como siempre al lado mío y dispuesto a meter baza.

- No lo sé. No podemos meternos en la mente de otro. Y hay que alegrarse, porque menudo lío se armaría… Hemos de atenernos a los hechos, a las palabras que sabemos con certeza que ella dijo, a sus actos.

- Estoy deseando conocer la versión del poeta troyano – dice Amneris.

Karo acoge esa declaración con un bufido, pero lo hace para darme coba. Cree que tengo celos de Trailo porque escribe mejor que yo. ¡Como si me importase esa bobada! Vale más una buena información que tanto bla, bla, bla.

- Ya veremos lo que cuenta – respondo – Los troyanos no son de fiar.

La plazuela está llena de gente. Trailo se ha acicalado y perfumado como un mono y lleva una túnica limpia. Ha colocado su banqueta plegable al lado del banco de piedra, procurando que quede bastante centrada para que todo el mundo lo admire bien. Se pone en pie al vernos llegar y me saluda inclinando la cabeza, el muy idiota. Se le salen por las orejas las ganas de presumir de su prosa. Pues por mí, que la lea.
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Altísimas olas de color pardo abrumaban a los troyanos. Como una fiera que escupe muerte por sus fauces malolientes, el mar se abalanzaba sobre ellos. Agua oscura y monstruosa barría sin clemencia la cubierta de las naves arrancando remos y postes, esperanzas y vidas. Zarandeados como el grano que se sacude en un cedazo para eliminar la paja, las olas los lanzaban hacia el cielo y los hundían luego en el abismo acuoso. Los hombres de la flota del troyano Eneas, despedazada y dispersa por la tormenta, no soñaban ya con arribar a las costas del Lacio en la península itálica. Se conformaban con sobrevivir las siguientes horas y ver amanecer otro día.


Los pensamientos del príncipe Eneas no podían ser más negros. Siete años habían transcurrido desde que consiguió huir de Troya, incendiada y arrasada hasta los cimientos por los griegos. Desde entonces, su vida y la de los suyos había sido un continuo sufrimiento, arrastrados aquí y allá sin descanso ni sosiego, dando bandazos de lado a lado del mar, empujados por vientos contrarios. ¿Dónde estaba esa tierra prometida por su madre, la poderosa Venus? Si hasta el hijo de una diosa padecía de este modo, ¿qué horrores no aguardarían a los hombres comunes? El corazón de Eneas, pese a estar curtido por tantas penalidades y fracasos, destilaba dolor.

Al fin el dios Neptuno, molesto porque el ruido de las olas perturbaba su descanso, salió a la superficie y puso orden: mandó a los vientos recogerse y a las aguas calmarse de inmediato. Vio entonces la nave de Eneas y la reconoció por su proa. Para congraciarse con la diosa Venus, cuya amistad estimaba, decidió empujarla suavemente hacia las costas de Libia, a cuyas cercanías la había arrojado la tormenta.

Cuando cedió el temporal, Acates, el fiel amigo de Eneas, hizo recuento: sólo quedaban siete de las veinte naves troyanas y estaban tan deshechas que a duras penas llegarían a tierra. Por suerte, ante ellos se extendía un amplio litoral y pronto vieron a su alcance una playa abrigada entre dos promontorios. Una selva espesa le servía de fondo, y apenas sus pies tocaron la arena, oyeron los cantos de las aves, el rumor del agua de una fuente y el corretear asustado de los animales que huían para ocultarse de su vista.

El dios Júpiter, que en atención a su hija Venus había decretado un brillante futuro para Eneas, contemplaba desde las alturas su llegada a la playa. Ignoraba los planes que estaba ideando la diosa Juno contra el príncipe troyano y, viendo que al otro lado de uno de los promontorios se extendía la playa de Cartago, hizo llamar a su mensajero, el dios Mercurio.

- Ve, acércate a esa hermosa ciudad, y llégate al lado de la reina. Mueve su ánimo para que acoja de buen grado a mi nieto Eneas.

Y cuando Mercurio emprendió el vuelo para cumplir el mandato, las Parcas tomaron los hilos de la vida y entretejieron los destinos de Eneas y de Dido.


*Detalle de relieve. Museo del Louvre. París.
** Figura masculina. Museo Termas de Diocleciano. Roma
***Pinos en el Capitolio. Roma.
****Detalle de la fuente de la Barcaccia. Plaza de España. Roma.
*****Detalle de escultura de Venus. Museo del Louvre. París.
******Detalle de una fuente rústica. Villa Doria-Pamphili. Roma
NOTA: En la barra de la derecha, están colocados por orden alfabético los personajes de esta historia de Dido y Eneas junto con los correspondientes enlaces a las páginas de los amigos que han querido participar en ella. Quienes deseen leer la historia desde el principio, pueden buscar en el archivo del mes de marzo y obtener todos los capítulos seguidos marcando, al final del post “Dido y Eneas (XX)", en Etiqueta: Dido y Eneas (primera parte). Salen en orden inverso.

martes, mayo 22, 2007

3.- La reina se resiste al matrimonio

- ¡Venid con nosotras! – grita Anna a su hermana, la reina Dido, agitando los brazos desde el agua para llamar su atención. Está tomando el baño con sus amigas bajo la vigilancia de Nismacil, quien no se separa de ella desde que llegaron aquí y la reina, apreciando sus habilidades guerreras, le encomendó su custodia. Dido, acompañada por su amiga Diana y la vestal Crisea, levanta también la mano para saludar.

Hace tiempo que el sol ha rebasado ya su cenit y emprendido el camino hacia el ocaso arrastrando su extensa cola de oro. Se la ve centellear en la arena y demorarse en las olas, de cuyos senos ondulantes arranca chispas verdes y doradas. La tarde declina amablemente, con una quietud apenas perturbada por las risas lejanas de las bañistas y su espumoso alboroto. Las tres mujeres caminan en silencio hacia la punta rocosa que se adentra en el mar, cada cual sumida en sus cavilaciones.

- Mucho me temo que Zoe, la prostituta sagrada que envió el sacerdote de Hércules con la aprobación del rey Yarbas, sea una espía – dice, de pronto, la vestal Crisea – No deja de hacer comentarios y preguntas acerca de ti, mi reina.

- ¿Qué clase de preguntas?

- Hoy mismo ha interrogado al escultor Demetrius Peder sobre sus planes para esculpir la imagen de la diosa Juno y si la tendrá concluida antes de tu boda.

- ¿De mi boda? – se ríe Dido – No sé a qué se refiere.

- Debe tener orden de averiguar si has aceptado ya la propuesta de alguno de tus pretendientes – aclara Crisea – No sé para quien espía, la verdad. Intuyo que debe ser para Utyke. Esa mujer no me gusta. Desde el primer momento puso todas las trabas posibles para nuestra permanencia aquí. Salta a la vista que pretende ser la esposa de Yarbas.

- ¡Ojala lo consiga! – responde Dido.

- No te comprendo, querida amiga – interviene la noble Diana, una mujer siempre dulce y poco dada a los reproches – Desde que heredaste el trono de tu padre en Tiro y, luego, desde que huimos de aquella ciudad para fundar esta nueva, has sido una reina intachable. No has rechazado ningún esfuerzo alegando que fuera demasiado duro para ti, ningún obstáculo te ha detenido. Hemos sufrido tormentas, persecuciones, rechazo, hambre y sed. ¡Cuántos de nuestros amigos han perecido en el camino! Y ahora, cuando las circunstancias nos son favorables, ¿declinas cumplir con tu deber? Contra tu carácter benévolo raptaste a mujeres en la isla de Chipre para casarlas con nuestros hombres y procrear hijos. ¿Qué explicación les ofrecerás dentro de unos meses, cómo argumentarás haber cometido una violencia semejante cuando vean que tú misma rechazas el matrimonio? Si quienes te siguieron con tanto sacrificio desde Tiro te preguntan, ¿les responderás que te han sido fieles para nada, porque piensas abandonarlos a su suerte? Dido querida, hasta un niño de pecho sabe que una monarquía necesita herederos.

Dido no interrumpe las palabras de su amiga, aunque resulten odiosas a su oído y a su corazón. Nadie, hasta ese momento, se ha atrevido a hablarle de manera tan clara y contundente, aunque ella ha leído esos mismos reproches en los ojos de cuantos la rodean. Nadie parece comprender que su marido Siqueo murió por defenderla a ella, que estaría vivo de no ser por ella, que la asesinada debió ser ella misma y no él. ¿Cómo negarse a pagar una deuda tan grande? Dido tiene el corazón lastrado por un áncora tan potente como las que sujetan las naves al fondo del mar.

Sin responder a su amiga ni mirar a la vestal Crisea, se despoja de las ropas, las deja sobre las piedras de la punta rocosa y se mete en el agua.
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La madre Juno, reina de las diosas, se dirige a Cartago para dejar su carro. Su corazón rebosa ira. Esta misma mañana, mientras paseaba su divina mirada por el mar y se recreaba viendo saltar a los delfines y engalanarse las rocas con coronas de espuma, ha visto a quien más odiaba: sobre la tersa superficie del agua, navegando sin esfuerzo, la flota del troyano Eneas ponía proa a Italia. Esa sola mirada ha bastado para encender su cólera.

Si de su voluntad dependiese, ni un solo troyano quedaría sobre la faz de la tierra. No hay odio más intenso y persistente que el suyo, y sólo la protección de Júpiter ha librado a Eneas de la muerte. Una protección que le llega por ser hijo de la diosa Venus y ésta, hija de Júpiter, continuamente habla a su divino padre en favor de su hijo.

Venus es muy persuasiva. Y ha conseguido de Júpiter que compense a Eneas de la derrota y la pérdida de Troya, concediéndole un nuevo reino en Italia. Y lo iba a conseguir, pues sus naves llevaban hinchadas las velas en el rumbo correcto. No podía consentirlo Juno y de inmediato ha llamado al dios Eolo instándole a soltar todos los vientos y revolver los mares. La flota troyana, zarandeada como haces de paja, había quedado dispersa y destrozada.

Sin embargo, la diosa Juno sabe que aún no ha vencido, y no deja de planear en su mente qué otras medidas puede tomar para impedir que Eneas funde un nuevo reino. Y cuando está llegando a Cartago, ve a la reina Dido junto a las rocas de la playa. Acaba de despojarse de sus vestiduras y el sol le incendia la cabellera rubia y hace resplandecer una silueta perfecta. Sus pechos son firmes y altos, las caderas se redondean por debajo de una cintura estrecha, y los brazos se mueven con la gracia de un ave. Juno se recrea contemplando tanta belleza.

Y, en su mente, cobra fuerza una idea.

*Detalle de escultura femenina. Museos Capitolinos. Roma.
** y ***Detalle de esculturas femeninas. Museo Massimo alle Terme. Roma
**** Detalle de cabeza de la diosa Juno. Museo Altemps. Roma
***** Agua de la taza del Fontanone. Roma.

NOTA 1 : El escultor griego encargado de esculpir la estatua de Juno se llama Demetrius Peder y no como se dijo en el post 1 por error, Pru.

NOTA 2.- Los lectores que deseen leer la primera parte de la historia, pueden buscar en el archivo del mes de marzo y obtener todos los capítulos seguidos marcando, al final del post “Dido y Eneas (XX)", en Etiqueta: Dido y Eneas. Salen en orden inverso

jueves, mayo 17, 2007

2.- Se deciden las pinturas del templo de Juno

- Está muy adelantada la muralla, Aemilius – dice la reina después de recorrerla en todo su perímetro. En algunos puntos, alcanza más de tres pies de altura.

- Se nos acaba la piedra, señora, y es necesario procurarnos más. Y, con todos mis respetos, insisto en que debe tener prioridad sobre cualquier otro gasto para decorar el templo. Ni siquiera alegando que necesitas la protección de Juno para tu matrimonio.

- ¡Vuelves a la carga! – responde Dido sonriente – ¿Tendré que hacerte responsable si mi matrimonio no se resuelve bien?

La reina no es por completo sincera con Aemilius al darle a entender que elegirá un marido. No tiene intención de casarse. Ni piensa decirlo, porque entonces le reprocharían su conducta y no se encuentra con ánimo de defenderse. El humor es un buen escudo.

Como un soldado a quien su comandante, en plena batalla, ordena llevar un mensaje a su ciudad y corre como una exhalación por los caminos sin detenerse un instante ni ver los campos verdes o agostados que va dejando atrás; la mirada siempre al frente, atenta al horizonte y a los montes, riachuelos y prados que lo guían en la dirección correcta, pero sin observar si brotan florecillas entre la hierba o cuelgan frutos de los árboles; sin que el frío ni el calor, el cansancio o el hambre, hagan mella en su determinación de cumplir su misión; el ardor en los pies y el agarrotamiento de las piernas, la boca sedienta, los ojos irritados por el polvo y el sudor, el corazón latiendo en la garganta y a punto de salírsele del pecho, nada de todo esto es capaz de detener su carrera ni su propósito de llegar. Su voluntad, su espíritu y su mente, su ser entero están subordinados al mandato recibido. Debe llegar y entregar su mensaje: esa es su misión, la razón de su vida. Y fuera de ello no existe nada más, ni siquiera él mismo.

Tal ha sido la vida de la reina desde que huyó de Tiro: una carrera cuyo único objetivo era fundar una nueva ciudad donde su pueblo pudiese vivir a salvo. Y cuando Cartago ha levantado ya su templo a la madre Juno, las murallas cierran su perímetro y crecen en altura, y por fin su pueblo tiene un techo bajo el cual refugiarse de noche, Dido recobra la conciencia de sí. Ha alcanzado la meta y conseguido aquello por lo que ha vivido y respirado cada día. Y ahora ¿qué?

Ahora es aquella Dido que no pudo ser hace cuatro años, cuando decidió clausurar temporalmente su alma: una mujer en plenitud y lozanía a quien le fue brutalmente arrebatado el marido. Piensa mucho en Siqueo. Le resulta difícil recordar los rasgos de su rostro, el tacto de sus manos, aquellos besos que alguna vez le dio. Pero mantiene intacta en el corazón su huella. Siente la exigencia de serle fiel, de hacer su compromiso perdurable por encima de la muerte. No pudo impedir su asesinato, pero impedirá que otro hombre ocupe su lugar. Ese es el sacrificio que le ofrece: negarse para siempre los goces del amor.

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La reina se dirige con Aemilius hacia la plaza del granado, cuando la pintora Cárminis les sale al encuentro muy excitada.

- Tengo ya una idea para la pintura del templo, mi reina. ¡Creo que te gustará! A la vestal Crisea le ha parecido buena.

Algunas personas se han acercado a la reina y la rodean. Incluso el filósofo Filón y tres o cuatro alumnos que estaban escuchando sus lecciones en el banco junto al granado, se aproximan al grupo.

- La diosa Juno siente un especial aprecio por nosotros los griegos, como sabes – prosigue Cárminis – De hecho, es su más firme defensora y nos ayudó decisivamente a vencer en la guerra de Troya. ¿No crees que le complacería mucho ver pintadas las paredes con escenas de esa guerra?

- ¡Es completamente absurdo! – se opone el filósofo Filón – No creo que a los dioses les importemos un rábano. Y menos todavía que vayan por el mundo fijándose en las paredes. Con todo, me parecen más apropiadas unas cuantas escenas de amor conyugal que escenas de batallas.

- Eso lo dices tú porque estás felizmente casado – grita una voz entre el público – pero todo el mundo sabe que un matrimonio es lo más parecido a una guerra…

- He oído hablar de Troya a mi padre desde que era niña – dice la reina – y no me disgustaría ver representada aquí la historia de los héroes griegos y troyanos. Tienes razón, Cárminis, es una buena idea.

- Conmemorar una guerra tan terrible como aquella no me gusta – interviene Aemilius – Puede traernos mala suerte.

-¡Hoy lo ves todo negro, querido amigo! – añade Dido riéndose – ¿Qué daño pueden hacernos? ¡Están todos muertos!

- Todos, no.

*Relieve con la construcción de una muralla.
**Detalle de la escultura de un atleta.
***Detalle de la muralla republicana de Roma, junto estación Términi
****Detalle de relieve con una muchacha.
***** Detalle de mosaico.
A execpción de la foto de la muralla, todas las demás obras están en el Museo Massimo alle Terme. Roma
NOTA: Por error, en el post anterior (1.Una nueva etapa) al escultor griego llegado a Cartago le puse como nombre Pru, cuando éste debía ser Demetrius Peder. Lo he corregido en el lugar correspondiente, pero lo advierto aquí para evitar confusiones en el futuro.

viernes, mayo 11, 2007

1.- Una nueva etapa.

Queridos amigos: Blogger está considerando mi blog como "spam" y deduzco que es por el hecho de publicar los capítulos bajo el mismo título, aun cuando vayan numerados y con un subtítulo. No sé cómo resolverlo, pero de momento lo único que se me ocurre es eliminar ese título general, y sustituirlo por un número árabe delante de cada uno de los subtítulos, tal como aparece en este post. Empiezo con el número 1, y lo consideraré como la tercera parte de esta historia que llevamos entre manos. Creo que el resultado será horrible, pero no veo otra posibilidad. Disculpad el lío que esto suponga.

¡Qué cambiada está la playa! Kostas y yo hemos paseado hoy hasta la punta rocosa donde Crisea instaló el primer altar de Juno y he llevado una torta de harina como ofrenda. Karo lo considera una contradicción por mi parte, pues tengo poca simpatía por esa diosa y con frecuencia le atribuyo la desgracia de Dido. Tiene razón. Y, sin embargo, también yo tengo razones para obrar así. Llegamos hasta aquí vivos, y eso no es poco. Pudimos crear nuestra propia ciudad. Y de todas las que existen en el mundo, ¿cuál no hunde sus raíces en la sangre derramada?

Cuando era joven pensé muchas veces que la reina Dido se había equivocado al no aceptar el matrimonio con Yarbas. Era la opinión de Barce, quien hasta el fin de sus días lamentó no haber insistido más con la reina para que se casase con el libio. Sin embargo, ahora veo las cosas de modo diferente. No sé si por la edad, que me ha vuelto más cauta en mis juicios, o porque para componer esta historia he pensado mucho en la reina tratando de comprenderla. O tal vez porque he adquirido la capacidad de entender incluso aquellos sentimientos sobre los cuales carezco de experiencia.

El paseo por la orilla, la voz quebrada de Kostas quien me iba señalando con orgullo los lugares por los que se extendió la tira de piel de toro; el crujido de la arena bajo mis sandalias; un breve destello en el agua, quizá reflejo del sol sobre el lomo plateado de un pez, me han producido una extraña congoja. La vida ha volado fugaz ante mis ojos, más rápida e inclemente que un halcón precipitándose sobre su presa. Los recuerdos oprimen mi ánimo con un abrazo de melancolía. Karo ha debido darse cuenta porque cuando subimos de nuevo a la ciudad y penetramos por la puerta de la muralla, me ha apretado la mano.

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- Venid conmigo y os enseñaré el templo de Juno – dice la vestal Crisea poniéndose en pie. Ha acudido al palacio, llamada por la reina, y durante unos minutos ha conversado con ella y con los extranjeros. Vienen recomendados por Palemón, a quien los ha recomendado a su vez un comerciante libio. Ambos son griegos y dicen contar con experiencia: Cárminis, en la pintura de los muros, un arte que asegura dominar a pesar de ser aún una muchacha joven. El otro es escultor de piedra y su nombre es Demetrius Peder. No debe mentir acerca de sus muchos años de oficio, porque tose a cada momento.

- Una vez hayáis examinado el lugar, espero vuestro informe – dice la reina al despedirse – Quiero que el templo de nuestra protectora goce de la mayor armonía en todos sus aspectos. Examinadlo bien y hacedme una propuesta para la decoración del interior y la estatua de la diosa.

El noble Aemilius ha estado presente en la conversación y mueve la cabeza. Las obras de la muralla no están tan avanzadas como desearía y su instinto le induce a pensar que deberían invertir más esfuerzo en ellas que en decorar el templo de Juno.

- Al fin y al cabo, mi reina, el edificio está concluido y consagrado a la diosa. Crisea practica el culto en él y hasta tengo entendido que el sacerdote de Hércules de la ciudad de Yarbas ha enviado a una prostituta sagrada.

- ¿Quién te entiende, querido amigo? – responde la reina ladeando la cabeza y esbozando una sonrisa burlona – Insistes en que debo casarme y, por otra parte, me reprochas que gaste dinero y esfuerzo en hacerme grata a la diosa protectora del matrimonio. ¿Cómo puedo encontrar un buen marido, sin contar con su ayuda?

- Acepto tu reproche con gusto. Y créeme, mi reina, si te digo que entre los pretendientes que ya han hecho llegar sus propuestas, encontrarías a más de uno de tu agrado. Haz caso a este viejo y no tardes en tomar una decisión.

- ¡Si no estuviese ya casado, escogería por esposo al filósofo Filón! – dice la reina siguiendo con el tono de broma – No olvidaré fácilmente el alboroto que organizó en la plaza del granado el día que plantamos el árbol y él decidió instalar su escuela filosófica a sus pies. Y su empeño en inaugurarla apareándose con Dincer delante de todo el mundo…

- Entre ambos dieron la primera lección filosófica en Cartago: él tratando de actuar según los dictados de la naturaleza, y ella defendiendo su derecho al pudor – apostilla Aemilus, sonriente.

- Esa es la clase de matrimonio que yo desearía: uno que combinase la inteligencia y la pasión.

- No desafíes a la fortuna deseando cosas peligrosas, mi reina.

- ¡Desde luego, tal peligro no está cerca…! – responde Dido sonriente. E invita a Aemilius a inspeccionar juntos las obras de la muralla.



*Figura femenina. Aula Octógona. Roma.
**Escayola decorativa. Museos Capitolinos. Roma.
***Detalle de figura femenina. Museos Capitolinos. Roma.
****Detalle de cabeza masculina. Museos Capitolinos. Roma.
*****Detalle de friso de mármol. Museo Centrale Montemartino. Roma.





martes, mayo 08, 2007

ANIVERSARIO











¡Ya ha pasado un año!

Gracias por vuestra compañía, vuestros ánimos y vuestra fidelidad a las mujeres de Roma. Ha sido fantástico. Y espero que sigais ahí, con ellas.

*Obelisco egipcio en la plaza de San Juan de Letrán. Roma.

viernes, mayo 04, 2007

LA REINA DE CARTAGO (XI).- El nacimiento de la Ciudad Nueva.


- No pienso volver al mercado con tu nuera, señora Imilce. Se pavonea por ahí como una gallina clueca y a poco que nos descuidemos ¡va a parecer que ha sido ella quien ha fundado esta ciudad! – declara muy enfadado mi ayudante Karo, dejando caer al suelo el cesto de la compra.

Hace calor y en el patio no se mueve ni una pizca de aire. Le hago una seña para que venga a sentarse a mi lado debajo de la higuera, donde la abundancia del ramaje no deja pasar el sol y las hojas proyectan una sombra olorosa.

-¡Mi ayudante está celoso! – me río y le paso el brazo sobre los hombros atrayéndolo hacia mí. Le estampo un beso en la frente. Me hace tanta compañía y es, a veces, tan niño, que se ha convertido casi en un hijo. Por otra parte debo reconocer que, sin su ayuda, difícilmente hubiera sacado adelante este trabajo.

- Míralo de este modo: todo el mundo en Cartago está emocionado con la historia de su fundación – le digo –. Y es natural que quienes de una manera u otra tienen relación con sus protagonistas se sientan orgullosos. Ser sobrina nieta de la cocinera Sofonisba y enterarse de que jugó un papel tan importante ha trastornado a mi nuera. ¿Y a quién no? ¡Y no te quejes, porque mira lo bien que nos trata! Y ahora dime, ¿Has visto a Parepidemos? ¿Te ha dado la copia de la crónica de Xilón, como me prometió?

- Aquí la tienes – dice sacando del cesto unos papeles – Esta es la parte que le pediste. Dice que está muy bien.
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Después de tomar un baño para purificarse y rociar su cuerpo con perfume, la reina se pone en manos de Barce. La anciana le recoge el cabello sujetándolo con peinecillos de marfil y dejando caer sobre la curva de su cuello graciosos mechones rubios, brillantes como rayos de sol. La viste con una túnica fina, ciñe sobre su cabeza una corona de perlas y le echa sobre los hombros su magnífico manto púrpura.

La reina tiene la boca seca y apenas puede controlar los latidos de su corazón. El futuro de su pueblo se juega esta tarde. Incluso un hombre con mejor carácter que Yarbas, podría reaccionar de manera agresiva, y ella no tiene recursos suficientes para oponerse si el rey decidiese emplear la violencia. Sin embargo, ésta es su última oportunidad y piensa mantenerse firme.

Rodeada de las personas principales, sale al camino a recibir al rey Yarbas y lo conduce hasta un toldo de grandes proporciones que han dispuesto los fenicios en la playa. Allí les aguardan mesas adornadas con guirnaldas, asientos recubiertos de tela púrpura y ánforas de vino. En una esquina se oculta a la vista, bajo una tela, la piel de toro con la que ha de medirse la cantidad de tierra que el rey de los libios regala a la reina. Dido ofrece descanso y un poco de agua fresca a sus invitados.

"Una vez la reina Dido consideró llegado el momento de iniciar la ceremonia, se puso en pie e instó al rey Yarbas y su séquito a acompañarla. Cuatro hombres fornidos levantaron la mesa sobre la cual, cubierta por un paño, estaba la piel del toro curtida por Hércules. Tras ella se colocaron y comenzaron a caminar la reina y el rey de los libios, a quien seguían el Sacerdote de Hércules y nuestro Príncipe del Senado, el noble Acus y la libia Utyke, el noble Aemilius, el filósofo Filón y el cronista que esto escribe acompañando a otras damas libias, y así emparejados fenicios y libios se formó una larga comitiva.

Los libios se mostraron extrañados por la dirección que tomábamos: una pequeña punta rocosa bañada por el mar y situada en el extremo oriental de la playa. Allí hay un altar dedicado a la diosa Juno y, aguardando en pie junto a él, estaba la vestal Crisea. Ante ella depositaron en el suelo la mesa y comenzó a sonar la música que acompaña las ceremonias sagradas.

- ¡Oh, madre Juno, esposa del poderoso Júpiter y reina de todas las diosas! – exclamó con voz tonante la vestal – Antes de partir de la ciudad de Tiro, la reina Dido te encomendó la protección de su nueva ciudad y tu fuiste magnánima con ella. La has librado de todos los peligros y conducido aquí. Recabamos de nuevo tu amparo y, en señal de respeto, colocamos a los pies de tu altar la piel de toro y te consagramos toda la tierra que abarque.

Crisea dió orden de retirar la tela. Apareció el pellejo magnífico, de tamaño enorme, de aquel espléndido animal. La cabeza rotunda, las poderosas patas y el grosor del rabo evocaban el poder y la fuerza del gran Hércules, quien lo había sacrificado a Júpiter. Los rayos oblicuos del sol vespertino arrancaban brillo al pelaje negro. Era un espectáculo hermoso que cautivaba todas las miradas.

La reina, entonces, dio un paso adelante y cogió con la mano el mechón de pelo en que terminaba el rabo y comenzó a tirar de él suavemente. De la piel se fue desprendiendo una tira muy fina a lo largo de todo el contorno. Vimos, admirados, que Sofonisba había conseguido cortar la piel en una sola pieza, ajustando el filo de su cuchillo a cada recoveco, a cada entrante y saliente de la silueta, de forma concéntrica, logrando con ello que la piel no perdiera su forma.

Dido entregó la punta a la matemática Teano, quien a su vez, ayudada por otras personas, fue tendiendo esta inusitada cuerda de cuero. Sólo entonces se percataron los libios de que había clavadas en el suelo pequeñas estacas, de apenas un palmo de alto, que servían de guías para extender la cuerda por el contorno deseado. Ante su mirada atónita – y la nuestra gozosa – fuimos siguiendo la punta de la cuerda: atravesamos la arena, cruzamos un lateral del bosquecillo de pinos, rodeamos por detrás la loma, y volvimos a cruzar el bosque por el otro extremo para terminar en la punta occidental de la playa, formando un semicírculo perfecto.


¡He aquí delimitado el solar de nuestra ciudad! La tierra amada. El lugar en el que crecerán nuestros hijos y hallarán descanso nuestros huesos. Ceñido al mar, ese mar hermoso y ancho al que confiamos nuestro presente y nuestro porvenir.

Las lágrimas asomaron a los ojos de la reina y de todos los suyos al comprender que habían llegado al fin de su peregrinaje. Algunos libios tenían los rostros crispados y la rabia se revelaba en las arrugas de la frente de Utyke y el gesto airado del Sacerdote de Hércules, quienes aquella tarde se convirtieron en enemigos nuestros para siempre. En el rostro del rey Yarbas se había reflejado primero la sorpresa, luego la admiración y, por fin, una luz. Apenas se clavó en el suelo arenoso la punta de la cuerda con que quedaba concluido el contorno de la Ciudad Nueva, el rey se volvió hacia Dido y le tomó la mano derecha.

- Eres una mujer extraordinaria, reina Dido. Has ganado justamente el territorio sobre el que reinarás. Y yo te ofrezco otro más: sé mi esposa y unamos en uno solo nuestros pueblos.

Los pájaros detuvieron el vuelo y el mar acalló sus olas."


* Detalle de la escultura llamada "Espinario". Museos Capitolinos. Roma.
**Detalle de un sarcófago. Museo Termas de Diocleciano. Roma.
***Detalle de pintura al fresco en la Casina del cardenal Besarión. Via Appia. Roma.
****Detalle del relieve de la procesión. Ara Pacis. Roma.
*****Dibujo explicativo de cómo se trazaron los límites de Cartago.
******Detalle de un limonero cubierto de tela para pasar el invierno. Jardines secretos de Villa Borghese. Roma.
NOTA A).- Pido disculpas a los lectores por la tosquedad del plano de la delimitación de Cartago y también por lo que tiene de imprecisión (y ahí deben perdonarme los matemáticos). Me he visto obligada a hacerlo yo misma, a fin de que pudiera comprenderse el extraordinario hallazgo de la matemática Teano. Conviene ampliarlo, para que puedan verse los detalles.

NOTA B) - Algunos amigos participan de esta historia con diversos personajes. Para facilitar la comprensión de este post, se incluye la lista por orden alfabético de los personajes que salen en él.

  • ACUS, hijo mayor del príncipe del Senado y Jefe de la expedición de Dido. (Acus)
  • AEMILIUS, director de las obras de la muralla de Cartago. (Unjubilado)
  • BARCE, nodriza de Siqueo, doncella y confidente de Dido. (Leodegundia)
  • CRISEA, una vestal. (Krisish)
  • FILÓN, un filósofo cínico, hermano de Xilón y abuelo de Jacinta. (Gregorio Luri)
  • JUNO, diosa esposa de Júpiter y protectora de Dido.(Gabu)
    KARO, escribiente de la señora Imilce. (Antonio Portela)
  • NUERA DE la señora Imilce (Bettina perroni)
  • PAREPIDEMOS SAMOSATENSE, peregrino. (Charles de Batz)
  • PRINCIPE DEL SENADO, Jefe del Senado de Tiro y luego de Cartago. (Angelusa)
  • SACERDOTE DE HÉRCULES, MALO, malísimo. (El hippie viejo)
  • SEÑORA IMILCE, impulsora, narradora y corazón de esta historia. Nieta de Barce.(Almena)
  • SERVULO, joven esclavo, copero de la reina Dido. (Felipe
  • SOFONISBA, JEFA DE COCINA del palacio de la reina Dido en Cartago. Quien ha cortado la piel de toro en una sola tira.(Charo Marco)
  • TEANO, matemática muy reputada. (Miriam g.)
  • UNA PIEL DE TORO. (Carlos a. gamboa)
  • UTYKE, sobrina del sacerdote de Hércules. (Nina)
  • XILÓN, maestro griego, hermano de Filón y cronista de la familia de la reina Dido. A su crónica pertenece el texto en cursiva. (Fernando Sarriá)
  • YARBAS, rey de los Libios, pretendiente de Dido. (Kurtz)






  • martes, mayo 01, 2007

    LA REINA DE CARTAGO (X).- El problema de Dido.


    - ¿Qué te pasa, mi niña? – pregunta Barce a la reina. Le lleva una infusión fría a la tienda, donde se ha retirado Dido para protegerse del calor. Sentada sobre un escabel, con las manos sobre el regazo, su inactividad resulta extraña. No es corriente que esté sola y, menos todavía, quieta.

    - Estoy cansada, Barce. A veces, creo que me van a fallar las fuerzas. O que me he equivocado.

    La vieja nodriza saca de un baúl el peine de hueso. Retira las horquillas que recogen el peinado de la reina, hunde sus dedos entre el pelo y le masajea la cabeza antes de comenzar a peinar la cascada de cabellos rubios. La reina deja caer el cuello hacia atrás y cierra los ojos.

    - Esta mañana me he encontrado con una de esas jóvenes que robamos en Chipre. Le he destrozado la vida ¿sabes?. Y sin embargo, ella se ha brindado a ayudarme a cambio de volver a su tierra. Había en ella tanta dignidad, que me he sentido como un gusano.

    - Conocí a un hombre, en Tiro, que tenía una huerta – dice la anciana sin dejar de peinar – Cada año se aseguraba de la calidad de las semillas y las plantaba una a una. Esponjaba la tierra, regaba, quitaba los yerbajos. Cuando aparecían los primeros frutos, incluso se quedaba a vigilar por las noches para que las alimañas no pudieran estropear el huerto. La calidad de sus productos se hizo tan famosa, que un año el propio rey le reservó por adelantado toda la cosecha para abastecer su despensa. Ese había sido el sueño de su vida, así que el hombre aún se esforzó más, porque todo debía ser perfecto para la mesa del rey. Por temor a equivocarse o a pasar algo por alto, no se movía del huerto, ni comía, ni dormía. Una semana antes de la recolecta, estaba tan agotado que enfermó y murió.

    - ¿Y qué más? – pregunta la reina tras un largo silencio.

    - Nada más. Lo enterraron y otros recogieron el fruto.

    - ¿Así termina la historia? ¿Qué quieres decirme, Barce?

    - Que debes darte una tregua. No seas tan exigente contigo misma ni te apenes pensando que has cometido errores. La perfección no existe y menos todavía en los seres humanos. No hemos sufrido tanto para que decaigas ahora, cuando estás a punto de alcanzar la meta.

    - Tienes razón – reponde la reina cogiéndo la mano a Barce y besándola.

    - Y otra cosa más te dice esta vieja: no disfrutas de la compañía de un hombre desde hace años. Eres muy joven aún y no eres justa negándote los escasos placeres de la vida. Cásate. Y regálame el gozo de criar a tus hijos.

    - El amor se murió en mí cuando Pigmalión asesinó a mi marido Siqueo.

    - ¡Si el amor se muriera con las personas, se habría acabado el mundo, mi reina! Piensa lo que te he dicho.

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    - Eh, muchacha. ¡Muchacha! – dice Kostas sacudiéndole el hombro a Teano, dormida en la arena de la playa, junto a los rescoldos de una de las hogueras – Me manda la cocinera Sofonisba a decirte que hemos terminado nuestros trabajos. Por si me necesitas...

    El cielo tiene ya el color rosado que precede al día. Teano se levanta y se mete en el mar para asearse y quitarse la arena adherida al cuerpo. Regresa corriendo y sacudiéndose como un perro y se dirige a su tienda en busca de lienzos para secarse. Kostas va tras ella.

    - Entonces ¿tienes ya trenzada una cuerda tan larga como será la de piel de toro? – pregunta al cordelero.

    - Aproximadamente. Hemos hecho lo posible, pero claro, no es exacta.

    - De todos modos, servirá. Espérame aquí – dice Teano y a continuación se dirige a la tienda de la reina. Todo el mundo está levantado cuando ella llega y pide hablar con Dido.

    - Tengo la solución al problema, señora.

    La reina le ofrece asiento y un poco de fruta y la invita a explicarse.

    - He estudiado todos los aspectos y el resultado es éste: teniendo en cuenta que la playa es nuestro límite natural y podemos considerarla como una línea recta, la mayor superficie que podemos abarcar será la comprendida dentro de media circunferencia cuyo comienzo y final será la playa.

    - ¿Incluirá también la loma? – pregunta la reina.

    - Eso dependerá de la longitud de la cuerda. Ahora mismo voy a probarlo.

    - Voy contigo – dice la reina.

    A media mañana, los fenicios saben que podrán tener su ciudad en la loma y toda la playa de su propiedad. No caben en sí de gozo. Con pequeñas estacas de madera marcan el límite a fin de no errar cuando, en su momento, extiendan la cuerda. La reina quiere hacerlo en presencia del rey Yarbas y con la formalidad necesaria. Sin embargo, en toda esta alegría hay una sombra: nadie sabe cómo reaccionará el rey, cuya hostilidad es manifiesta. Aunque ellos no se salen un ápice de lo que Yarbas les prometió, no les cabe duda de que se sentirá engañado.

    La reina pide a la vestal Crisea que disponga un gran sacrificio para propiciar la protección de la diosa Juno. Y sólo después de celebrarlo, enviará mensajeros al rey convocándolo a la ceremonia.


    *Detalle de pintura mural. Villa de los Misterios. Pompeya.
    **Rosaleda en la colina del Palatino. Roma.
    ***Detalle de relieve en el Ara Pacis. Roma.
    ****Detalle de escultura femenina. Roma.
    *****Detalle del suelo. Santa María in Trastévere. Roma.

    NOTA.- El título de este post no es casual: existe en matemáticas el llamado "problema de Dido" y hace referencia específicamente a cómo la reina resolvió el problema aquí planteado: conseguir la mayor cantidad posible de tierra.

    NOTA .- Algunos amigos participan de esta historia con diversos personajes. Para facilitar la comprensión , se incluye la lista por orden alfabético de personajes e el último post de esta página.