miércoles, mayo 29, 2013

TIEMPOS DE CODICIA



 
De Popilia a su nieta Lucila. Salud.



Me he despertado esta mañana con un nudo en la garganta, querida mía. Quizá sea por mi edad, o porque cada año, en esta fecha, cuando los hermanos Arvales celebran la segunda jornada de ceremonias en el bosque sacro de la Diosa Dia,  mi madre me recordaba la importancia del antiquísimo culto de las ollas. ¡Ay, en los tiempos pasados, cuando el padre Rómulo instituyó la fraternidad de los Arvales, se daba mucha importancia a las ollas!  Eran grandes recipientes de barro, instalados en el templo, donde se guardaban las semillas destinadas a sembrar los campos el año siguiente. Todos los ciudadanos debían aportar semillas, quienes más y quienes menos, según la abundancia o escasez de la cosecha de cada uno. Mas cuando a los pocos meses llegaba el momento de la siembra, las semillas se repartían a todos por igual.



¡Mira si es antigua la costumbre de reunir grano entre todos, cada cual según los resultados obtenidos, y repartir igualitariamente después!  A veces, querida niña, creo que se han perdido esos principios a través de los cuales los habitantes de una ciudad dejaban de ser individuos para convertirse en una comunidad. ¿Qué vemos ahora? Aunque se celebren como siempre las ceremonias y se multipliquen las reuniones y los banquetes sacros, unos cuantos rehúyen hábilmente el aportar a la olla el grano que les corresponde en proporción a sus cosechas y, en cambio, cuando llega la hora de repartir, se llevan la parte más abundante, a costa de los honestos ciudadanos.

¡Qué tiempos de codicia y de ambición desmesurada nos ha tocado vivir!


NOTA : El 29 de mayo se celebraba la segunda jornada de los tres días que duraba la fiesta Ambarvalia, en honor de la Diosa Dia, asimilada más tarde a la diosa Ceres.  Se trataba de purificar los campos y protegerlos de todos los males, así como “las ollas” o grandes recipientes de barro donde se conservaban las semillas destinadas a la siembra. Según la tradición, el colegio de los hermanos Arvales (compuesto por 12 sacerdotes) fue fundado por Rómulo. El templo y el bosque sagrado de la Diosa Día se hallaba en la vía Campana (en la margen derecha del Tíber) a cinco millas de Roma.

*La foto la he sacado de internet. Es un sacerdote Arval y se conserva en el Museo del Louvre.

lunes, mayo 27, 2013

LLEGA EL SOLSTICIO DE INVIERNO


 

 En la fiesta de los lupercos, con la que terminó la primera parte de la historia de Remo y Rómulo, los gemelos quedaron separados: Remo no fue admitido como adulto y se quedó como iniciando en las faldas del Palatino. Rómulo, que sí ingresó en la sociedad de los adultos, se fue con su hermano Urco a la cabaña de la vía Salaria para apartarse de los pastores del Aventino, seguramente ansiosos de venganza.


 De todos los días del año, el más angustioso, peligroso y triste es el 21 de diciembre, solsticio de invierno. En esa fecha, como muy bien sabéis, el sol parece estar a punto de ser derrotado por las sombras: su luz es pálida y breve en tanto la oscuridad de la noche se hace interminable, densa, cerrada, como dispuesta a impedir al sol volver a imperar sobre la tierra. Están los campos apagados y mustios, los árboles reducidos a la desnudez, animales y seres humanos constreñidos a permanecer al resguardo de sus madrigueras o sus cobijos, las aguas quietas apresadas por una capa de hielo. ¿Quién no ha sentido alguna vez la angustia de esos días, la sensación de estar aplastado por la pesadumbre, atormentado por el temor, casi inevitable, de no ver nunca más amanecer?
Quien nos ayuda a transitar con bien por la noche más larga del año es la diosa Angerona. A ella nos acogemos con súplicas y sacrificios en su altar de la capilla de Volupia, en la misma esquina en la cual las raíces del Palatino abandonan el Velabro para mirar al Foro. La imagen de Angerona permanece con la boca vendada y un dedo puesto sobre ella para imponer silencio. Mas no es el mutismo de la muerte, como algunos parecen creer, o una admonición a las mujeres ordenándoles mesura para evitar palabras banales o dañosas. La diosa nos invita a un silencio potentísimo en el cual el pensamiento, la voluntad, la palabra no dicha, se concentran y generan una inmensa energía capaz de salvar al sol del peligro de ser vencido por las tinieblas.
En la remota época de la cual hablamos no existía el altar donde ahora veneramos a la diosa. ¿Qué hacían entonces los habitantes del Septimontium para conjurar un peligro tan inmenso? No lo sabemos con certeza. Las noticias más antiguas cuentan que Rómulo fue a Cenina, con otros muchachos y personas importantes del Septimontiun, para ofrecer un sacrificio en beneficio de la comunidad. Ni siquiera Urbano Lacio aclara a qué divinidad o con qué finalidad concreta se realizaba el sacrificio. Mas yo, por mi parte, me pregunto: ¿por qué razón nuestros ancestros habrían de hacer el sacrificio en una ciudad perteneciente a los sabinos y no en cualquier otro lugar dentro del territorio latino? Y, por otro lado, ¿qué otro rito más importante podrían hacer los jóvenes recién incorporados a la vida adulta, que suplicar y propiciar a la diosa Angerona en esa noche fatídica? Si en Cenina, como sospecho, contaban con un altar dedicado a esa diosa, no sería extraño que la juventud de varios pueblos y lugares se concentrara en torno a él para honrarla y, con el esfuerzo aunado de todos, alcanzar el prodigio del triunfo solar.
Amaneció pues aquel 21 de diciembre iluminando un cielo ceniciento sobre las riberas del Tíber y los amplios territorios a su alrededor. Para Rómulo, sus amigos Quintili y los demás muchachos que habían superado la iniciación era una jornada inquietante y gozosa a la vez: inquietante por la gran responsabilidad que recaía sobre ellos; gozosa por ser el primer acto en el cual oficiarían ellos mismos un sacrificio en representación de su comunidad. Así se veía refrendada su capacidad para ejercer como sacerdotes, intermediarios ante las divinidades. Ese estado de turbación y gozo había sido común a muchas generaciones de habitantes de aquellos parajes. Ese año, sin embargo, quedaría grabado en la memoria de muchas personas, pues justo el día del solsticio de invierno se precipitarían los acontecimientos cuyo curso daría lugar a un cambio radical en muchas vidas. Habría un antes y un después, quedaría signado un hito indeleble en nuestro devenir.


Las primeras luces del alba dibujaron el perfil de la cabaña de la vía Salaria donde se desperezaba Rómulo. Su interior era muy confortable pues aunque no la utilizaran de manera permanente, estaba ocupada la mayor parte del año. Allí se alojaban Fáustulo, Urco o las personas por ellos enviadas para supervisar los rebaños del rey Amulio que pastaban en las llanuras al norte del Septimontium. Bien equipada y mantenida, sin ser grande resultaba cómoda y agradable. Rómulo había encontrado en ella y en su hermano Urco un buen refugio donde asimilar los últimos acontecimientos. La soledad y tranquila belleza de aquellos parajes contrastaban con la agitación y nerviosismo de sus últimos días como iniciando; por otra parte, las conversaciones con su hermano le habían dado serenidad y orientación para reflexionar sobre lo sucedido.
El día de la fiesta Lupercalia Rómulo había recibido un doble golpe: el desprecio manifestado hacia él por su hermano Remo, al dejarle sin la carne del banquete, lo había herido profundamente; no se creía merecedor de una humillación semejante. Más difícil le resultaba aceptar que su hermano por quien sentía, además de afecto, una admiración sin límites, no hubiera concluido su iniciación, rechazado por el sacerdote de Fauno. ¿No era la persona más fuerte, más valiente, más hábil en la carrera, en la lucha, en el manejo de las armas?
Con paciencia y buenos argumentos le había hecho comprender Urco la insuficiencia de esas virtudes para quien ha de vivir en sociedad con otros seres humanos. El valor es necesario, sí, pero ha de estar al servicio de una causa noble; lo mismo cabe decirse de la fuerza, pues si su uso no está presidido por un sentido de la justicia, ¿en qué se diferenciaría una buena persona de un malhechor? También los bueyes y los lobos son fuertes, pero ¿acaso esperamos de un hombre que se comporte como esas bestias?
Durante las largas veladas junto al fuego, obligadas por la brevedad de la luz diurna, Rómulo se hizo poco a poco consciente de su propia situación respecto a su hermano Remo. Aun cuando su amor por él no hubiera disminuido un ápice, aunque le seguía reconociendo superioridad en muchas destrezas, él mismo lo aventajaba en otras: era ya un adulto y como tal reconocido por su comunidad. Quizá su conducta no era tan errada como había creído; su instinto al buscar la moderación y el respeto a los dioses era acertado. Así, durante los seis días transcurridos con Urco, su corazón y su espíritu habían encontrado paulatinamente la calma.
Cuando aquel 21 de diciembre abrió del todo los ojos, Rómulo recordó que por fin había llegado el día tan esperado. Y no sólo porque celebraría un sacrificio en Cenina con sus demás colegas de iniciación. Cuando terminaran esos ritos al día siguiente, se acercaría al Palatino a ver a su madre antes de retornar a esta cabaña.
Cuando se puso en pie, Urco ya tenía preparado el desayuno y le tendió un cuenco humeante.
- Siento muchísimo no poder acompañarte a Cenina, hermano - le dijo con cierta pesadumbre, mientras bebían el caldo sentados ante el hogar.
- También a mí me hubiera gustado tenerte cerca - respondió Rómulo -. Pero comprendo que debas esperar a tu amigo.
- No tengo más remedio. Llegará hoy o mañana, pero urge darle el recado enviado por su familia. ¡Urbano Lacio y yo estamos condenados a no permanecer juntos mucho tiempo! Nos conocimos poco antes de tu nacimiento ¿sabes? Desde entonces él no había vuelto al Palatino y tenía intención de quedarse unos días conmigo ahora, al regresar de Cures. No podrá ser.
- Peor sería que su padre muriese en su ausencia…
- Por eso no perderemos tiempo. En cuanto Urbano llegue, nos pondremos en camino hacia Alba Longa. Lo acompañaré, no me gustaría que viajara solo y con tanta preocupación. Según el mensajero, su padre está ya agonizante. Díselo tu mismo a nuestro padre, pues él espera verme en Cenina y puede preocuparse mucho si no me ve. Últimamente se alarma por todo…Pero hablemos ahora de cosas más alegres. ¿Tienes ya todo preparado?
- Sí. En cuanto avance un poco el día iré al santuario de Quirino a encontrarme con mis amigos Quintili. Desde allí emprenderemos juntos el camino a Cenina. Gordio ya ha ido con anterioridad y dice que si vamos a buen paso llegaremos pronto. Cuéntame, ¿es grande Cenina? ¿Se parece al Septimontium?
Entonces Urco se explayó hablándole de esa ciudad, nacida sobre un montículo cerca de las riberas sabinas del río Anio y gobernada con mano sabia por el rey Acrón.


También Acca Larentia se había levantado al alba en su cabaña del Palatino y había pensado en Remo. Salió a la puerta. El día más corto del año había amanecido oscuro, plomizo, con nubes bajas y asfixiantes que amenazaban sofocar su corazón, cargado ya de negros presagios. Los laureles de la cima del Aventino agitaban sus ramas como si la saludaran, o como si quisieran burlarse de ella. No oía el viento ulular entre sus ramas, pero su corazón intuía un son oscuro. La morada de Jano, en cambio, parecía inmóvil y silenciosa, expectante, como si el dios aguardara algo.
Entró en la cabaña y, casi instintivamente, se dirigió al rincón donde tenía los enseres de cocina, sobre los cuales, colgada de un gancho en la pared, había puesto a resguardo la bulla de Remo. Tres días les había costado a Fausta y a ella encontrarla, enredada en las ramas altas de un mirto, después de que el muchacho, lleno de ira, se la hubiera arrancado del pecho y arrojado por el aire. La había recuperado con la esperanza de convencerlo de la necesidad de colgársela otra vez del cuello, pero habían pasado ya seis días desde aquel infausto episodio y no había conseguido ver a su hijo. Cogió la bulla, la apretó contra su pecho y luego la besó.
Su pensamiento voló entonces a Rómulo. Tampoco lo había visto después de la fiesta Lupercalia, pues se había marchado con Urco a la cabaña de la vía Salaria. No temía por él, aunque sabía cuánto estaba sufriendo por lo ocurrido a su hermano gemelo, a quien quería profundamente. Eran iguales en muchas cosas y muy diferentes en otras. Sin saber el motivo, recordó sus propias palabras cuando Fáustulo les dio nombre a cada uno de ellos. Le surgió de manera espontánea decir que Remo estaría muy unido a la tierra. En cambio, a Rómulo le auguró éxito en el arte de la palabra y en el de las armas. Qué extraño y lejano le parecía todo aquello y qué poco acertada su inspiración, pues Remo superaba a Rómulo en el manejo de las armas y en otras habilidades guerreras. Habían sido tiempos gozosos, pero ¿se habrían equivocado Fáustulo y ella al creer que los gemelos estarían a salvo para siempre?
Volvió a sentir una fuerte opresión en el pecho. Ahora el peligro era doble, pensó de pronto con gran sobresalto: Remo seguía correteando por el valle de Murcia, al alcance de los pastores del Aventino y de su jefe Caius, quien aún no había mandado ningún mensaje a Fáustulo para pedir compensación por los hombres muertos en la refriega del valle; por otra parte, Rómulo estaría ya de camino hacia Cenina, donde participaría esa misma noche en un sacrificio con los demás jóvenes del Septimontium recién incorporados a la vida adulta. A esa ceremonia concurrirían artesanos, comerciantes, pastores y gente noble de muchos lugares, tanto de la tierra sabina, a la cual pertenecía esa ciudad, como de pueblos albanos. Quizá, incluso, enviaría representantes la propia ciudad de Alba Longa. ¿Y si alguien lo reconocía?
Sus ojos estaban llorosos cuando entró en la cabaña su marido Fáustulo, quien venía a recoger lo necesario para acudir él mismo a Cenina. Tras mirarse unos instantes, ambos cónyuges se abrazaron.
“Lágrimas negras derramó Acca Larentia./ Oscuros presagios atenazaban a Fáustulo./ Quienes guardan en su corazón un secreto/ viven inevitablemente bajo la amenaza del desvelamiento”, dejó dicho Urbano Lacio.

NOTA: Queridos amigos, éste ha sido el primer capítulo de la segunda parte de la historia de Remo y Rómulo. ¡Espero que os haya gustado! 
*Algunas las cuatro fotos han sido sacadas de internet; las restantes, son mías. 

martes, mayo 21, 2013

DESPLUMADOS


Dedicado a mis colegas trabajador@s de la administración local de toda España.


Aquel que viene por allí ¿no es tu vecino Terencio? ¡No me gusta nada cómo arrastra los pies! Y esos hombros tan caídos… Se diría que ha sustituido a Atlas y él solo se encarga de sostener el cielo. ¡Por todos los dioses, si parece diez años más viejo que hace nueve días! ¿Y dices que su abatimiento lo ha causado la última decisión del Cónsul? ¡Ah, claro, te refieres a que le va a rebajar sus emolumentos y ahora ve más difícil, si no imposible, sostener a su familia! Ay, amiga mía, así de ingrato es el Cónsul. ¡Tanto que cacareaba Terencio antes de las elecciones, paseándose por el foro y asegurando a quienes querían oírle, y a quienes no, que su señor era el mejor y convertiría a Roma en una ciudad rica y próspera en un abrir y cerrar de ojos!

Me da pena Terencio. Mi madre decía que es preciso ser muy cuidadoso al elegir los patronos, pues para algunos amos los siervos son como los pollos: un animal al que cuesta muy poco desplumar.




NOTA: Pues ya sabéis, amigos, nos rebajan el salario. 

*La foto está tomada de internet.

domingo, mayo 19, 2013

SOBERBIA Y CEGUERA






Remo y sus compañeros habían ahuyentado a los ladrones de ganado y regresaban ya al prado donde se estaba celebrando la fiesta lupercalia. Se le había ocurrido una idea para humillar públicamente a Gordio Quintili, amigo de su hermano, que le había ofendido unos días atrás.


Al prado donde se preparaba el banquete ritual en honor del dios Fauno llegó enseguida el rumor producido por los lupercos que se acercaban corriendo: jadeos, risas, voces. Unos cuantos pastores los precedían y anunciaron a gritos su llegada.
- ¡Han recuperado el ganado! – gritaban.
Y muchos de cuantos estaban cerca del gran hogar con las brasas, bien ocupándose de ayudar al sacerdote en la cocción de la carne, bien terminando de preparar las toscas mesas donde se celebraría el banquete, bien por el gusto de curiosear, levantaron sus cabezas y esperaron la llegada de los muchachos.
De entre las encinas surgió Remo el primero, los ojos resplandecientes de alegría y de orgullo, la cabellera ondulante flotando hacia atrás, su piel dorada bajo los rayos solares salpicada por diminutas gotas de sudor, su cuerpo entero, hermosísimo, atravesando el espacio despejado. Frenó su carrera y volvió la cabeza para ver llegar a sus compañeros. Tras él venían Bruto y Sexo Fabio y un grupo de lupercos de otras colinas. En un instante el prado se llenó de animación y potencia juvenil.
Rodeado ya de todos sus compañeros, Remo trazó una inmensa sonrisa y se dirigió a los fuegos diciendo:
- ¡Esta carne no se la comerá nadie, sino el vencedor!
Al instante retiró de las brasas dos largos pinchos de madera en los cuales, ensartados, se asaban los trozos de carne de las cabras sacrificadas y los pasó a sus amigos Fabios. Y luego cogió otros dos más y los dio a otros lupercos y así repartió toda la carne, aún medio cruda y chorreante de grasa.
Por último, se acercó a un altar constituido por una piedra plana sobre la cual se había prendido una pequeña hoguera. Allí, las brasas asaban los extra, es decir, las vísceras de los animales que, siendo la parte del sacrificio que correspondía al dios Fauno, tal y como establecen los rituales debían quemarse en el fuego por completo. Sin detenerse un instante, Remo alargó la mano, cogió el pincho con las vísceras humeantes y, sentándose en el suelo, las devoró.
Urco, quien había llegado al prado de los fuegos casi al mismo tiempo que su hermano, lo observaba atónito. Del mismo modo silencioso miraban a Remo y a sus colegas el sacerdote oficiante del rito y sus ayudantes, la multitud congregada para recibirlos, incluso algunos de los lupercos que habían rechazado la carne ofrecida. Una nube ocultó el rostro del sol y arrojó su sombra sobre el Palatino.
Consumidos los extra, Remo reclamó a sus compañeros que le dieran también carne de los pinchos.
- ¡Esto para Gordio Quintili! – gritó de pronto, mientras tiraba el hueso descarnado de una pata haciéndolo caer intencionadamente sobre el suelo.
- ¡Y estos otros para sus compañeros! – se sumaron enseguida los Fabios.
Por el aire empezaron a volar los huesos de las cabras devoradas, lanzados sobre las mesas del banquete por quienes las habían comido, entre grandes risotadas y burlas. Continuaron engullendo y burlándose hasta acabar con todo y, tal como estaban, se tendieron boca arriba con los vientres llenos.

 
Rómulo y los Quintili, junto con otros seguidores lupercos, llegaron entonces al prado siguiendo el mismo camino que había seguido Remo, entre las encinas. El rostro de Rómulo se demudó. No había nada en los fuegos, las mesas del banquete ritual  y sus alrededores estaban cubiertos de huesos, los pinchos de madera tirados por el suelo, como su hermano y sus amigos. Muchas personas lo miraban esperando su reacción tal vez, o burlándose por dentro de él, de su fracaso, de la deshonra de haber sido privados de la comida tanto él como sus compañeros. Una nueva humillación de Remo, flagrante, pública, inesperada, pues Rómulo creía haberse ganado el respeto de su hermano después de su lucha contra los hombres del Aventino. Le dolió tanto como un latigazo.
Pese a sentirse muy avergonzado, compuso una sonrisa y no agachó la cabeza, sino que se volvió hacia los suyos y les dijo:
- Hemos llegado tarde por mi culpa. He calculado mal el tiempo de la cocción de la carne y os he hecho entreteneros sin necesidad.
Sus compañeros le pusieron las manos sobre la espalda y, sin protestar ni dar mayor importancia a lo sucedido, atravesaron el prado y descendieron hacia el estanque.


Se equivocaban uno y otro: Remo, al pensar que había salido triunfante y había humillado a Gordio Quintili y a todo el grupo de su hermano; Rómulo al creerse responsable del perjuicio ocasionado a sus compañeros por haberse quedado sin participar del banquete, una parte importante del rito, y cuyas consecuencias estaban por ver. Eran demasiado jóvenes para comprender la importancia de lo ocurrido. No pasaba lo mismo con las personas mayores. El sacerdote oficiante de la ceremonia, quien como todos los demás había asistido a esta escena sin intervenir, se retiró a la higuera ruminal, a pocos pasos de la escalera de Caco y envió a sus ayudantes a buscar a los jefes de cada una de las colinas que formaban el habitado del Septimontium.
Algunos de ellos habían presenciado los hechos, muchos otros se habían enterado por terceras personas, pues la noticia había corrido de familia en familia, entre los grupos desperdigados por la falda del monte. Muchas caras mostraban inquietud. La más grave de todas era la de Fáustulo, mayoral del rey Amulio, una de las autoridades más conocidas y respetadas de las orillas del Tíber. El anciano se apoyaba en su cayado con el rostro sombrío y una profunda tristeza en los ojos. Por si no era bastante incertidumbre el no haber recibido noticias de Caius y de los hombres del Aventino con quienes sus hijos habían peleado, ahora le llegaba este nuevo revés. Pese todo, su actitud tenía la dignidad de siempre, la entereza propia de un hombre cuya sabiduría se debe al buen entendimiento, la experiencia y la edad.
- Se ha cometido un acto intolerable – dijo el sacerdote, una vez se hallaron reunidos todos –. Un grupo de lupercos ha vulnerado las normas más elementales de la vida cívica regulada por los dioses: no han esperado a sus compañeros para compartir con ellos, como es debido, el banquete ritual; y así, no sólo han privado a los demás lupercos del consumo de la comida sacra, sino que con ello les han impedido completar ritualmente su iniciación. Mas su impiedad se había iniciado antes, cuando se han apropiado de manera violenta de la carne del sacrificio y la han devorado estando aún casi cruda, algo propio de animales y no de hombres.
Estas palabras fueron acogidas en silencio, con mucha compunción por parte de los jefes, pues adivinaban su alcance.
- El mayor de tus gemelos, Remo – dijo entonces el sacerdote dirigiéndose a Fáustulo –, ha sido el cabecilla de ese proceder irreverente, secundado por los Fabios y otros cinco lupercos. Y él mismo ha llevado su insolencia e impiedad aún más lejos, pues ha consumido los extra destinados a Fauno. ¿Acaso se cree comparable a un dios? No conozco ejemplos de tanta soberbia.
 Reflexionó Fáustulo, cabizbajo, antes de contestar.
- Ofrezco yo mismo una cabra para ser sacrificada y consumida ritualmente por los lupercos que no han podido comer la carne sacra. En cuanto a Remo, es un buen hijo y posee muchas cualidades. A actuar así no lo empuja la maldad, sino su juventud y una impaciencia difícil de contener.
Aceptaron estas palabras los asistentes comprendiendo su dolor de padre. El sacerdote, sin embargo, rechazó el ofrecimiento de la cabra, pues no podía sacrificarla sin repetir completo todo el rito incluyendo, de nuevo, a los muchachos que se habían comportado de manera tan indigna. Eso le parecía intolerable. Había decidido, por tanto, hacer una invocación especial al dios Fauno para exonerar de comer la carne sacrificada a los jóvenes que no habían podido hacerlo. Con ello daría por concluida su iniciación.
En cuanto a Remo, los Fabios y los otros cinco lupercos, el dictamen del sacerdote era inapelable: su impiedad ponía de manifiesto que todavía no eran dignos de ser readmitidos en la sociedad. Durante otro año deberían seguir como iniciandos fuera de sus hogares y del habitado, en un mundo sin normas ni reglas, selvático, animalesco, bajo el signo de Fauno.


Cuando el sacerdote informó a los lupercos de su decisión, Remo, en un gesto de ira, se arrancó de un tirón la cinta con la bulla que le colgaba del cuello. Cogió el amuleto con la mano derecha y lo arrojó lejos, en dirección al estanque situado a sus pies y dándose media vuelta se metió entre los árboles, seguido de los demás lupercos no admitidos. Quedaron todos los demás mudos, sobrecogidos por esa nueva osadía de Remo al privarse a sí mismo de toda protección pues, a los ojos del mundo, seguía siendo un niño y, como tal, necesitaba los amuletos contenidos en la bulla para protegerse de las enfermedades, las mordeduras venenosas, el mal de ojo y tantos otros peligros que se ciernen sobre los menores.
Sin embargo, los jóvenes que habían superado su iniciación pronto se olvidaron de los excluidos y disfrutaban pensando en su nueva condición de adultos: tendrían responsabilidades en sus familias, podrían casarse, ir a combatir a una guerra si era necesario, ser escuchados y tratados como hombres en su comunidad. No pudo regocijarse igual Rómulo, cuyo dolor por lo ocurrido era evidente. Se reflejaba en su actitud desanimada y cabizbaja, en la escasa alegría con la cual siguió participando de la fiesta. Ahora sí quedaría separado de su hermano durante mucho tiempo. Remo estrecharía su amistad con los Fabios y con otros jóvenes y a él le daría de lado definitivamente. Nada volvería a ser igual entre ellos
Luego, antes de dirigirse con los demás muchachos al templo de Quirino para ofrecer al dios sus bullas, buscó un momento de soledad y se acercó a su antiguo refugio a comprobar cómo estaba el lobato. Su plan era seguir alimentándolo en secreto, aun cuando no pudiera hacerlo ya en la cueva de Fauno. Un nuevo golpe para él: el animal no estaba. Quizá se había escapado por alguno de los agujeros que había dejado en las paredes el ataque de los hombres del Aventino; tal vez alguna alimaña hubiera logrado entrar y arrastrarlo fuera para devorarlo. Aún en el mejor de los casos, el animal no sobreviviría.
Y, sin embargo, ¿qué sabemos los humanos del tiempo y los sucesos que están por venir? Solo cuando se han convertido en pasado nos es dado hablar de ellos con algún conocimiento. La soberbia y el deseo de venganza habían cegado a Remo y no menos ciego resultaba Rómulo a causa de su humildad. La admiración por su hermano y el pesar profundo por quedar separado de él, no le permitían darse cuenta del cambio operado. Era una separación demasiado inesperada y brutal. Un hachazo.
De este modo describió Urbano Lacio, en su crónica oral, aquel dramático instante:
“Fue como cuando en medio de una tormenta/ un rayo cae sobre un roble y, rajándolo de arriba abajo,/ lo parte por completo en dos mitades:/ aunque la primavera haga brotar la vida y regale/ retoños nuevos a cada parte del tronco dividido,/ nunca más volverá a ser un solo roble”.

NOTA: Queridos amigos, éste ha sido el capítulo 16 con el que concluye la primera parte de la historia de los gemelos Remo y Rómulo. Seguiré con los capítulos de la segunda parte sin interrupción. ¡Espero haberos dejado con ganas de más! Se me olvidaba deciros lo siguiente: en la foto que encabeza el post y que podéis hacer más grande, veréis que está marcado, a la derecha, el prado donde se celebraba el banquete. 

NOTA 2.- Os dejo un enlace con el programa del 11ª encuentros de Clubs de Lectura de Albacete, en el que tengo el honor de participar con una charla sobre mi experiencia bajo el título:"El lector en mi mesa: viaje alrededor de la realidad y la ficción a través de internet". Podeis ver el programa y otras informaciones interesantes AQUÍ. La autora invitada es nada más y nada menos que ROSA MONTERO.

viernes, mayo 17, 2013

QUE LA RUINA NO CAIGA SOBRE NOSOTROS






¡Mira, ese de ahí con la corona de espigas en las sienes es mi prometido! ¿Lo ves? Sí, sí, es uno de los sacerdotes Arvales y en cuanto termine con los demás de ungir la figura de la Diosa Dia irá a tomar el baño, antes de participar en el banquete ritual para degustar sus primicias.

 ¡Quiera la diosa favorecernos con frutos abundantes! Este año lo pediré con más fervor que nunca.

Anoche tuve un sueño horrible: estaba en un lugar desconocido y por todas partes surgían edificios grandes y pequeños, vías, acueductos, villas hermosas y casuchas. Yo andaba y andaba, miraba a mi alrededor y no veía tierras de cultivo, ni pastos para los rebaños, ni refugio para las aves o los animales silvestres. Llegué así hasta el mar y también allí las olas, al llegar a la orilla, en lugar morir mansas en las rubias arenas o en verdes prados, chocaban contra la piedra de las casas. Sentí una angustia tremenda, un miedo atroz.

Una idea golpeaba mi cabeza como el mazo de un mortero: ¿De dónde saldrá la comida para alimentarnos?

Así, esta tarde, cuando empecemos los cantos para honrar a la Diosa Dia y, junto a ella, invoquemos a otros dioses para pedir abundantes cosechas, las estrofas que con más fuerza entonaré serán éstas:

“Lares, ayudadnos.
No permitas, Marte, que la ruina caiga sobre nosotros.(…)
Invocad por orden a todos los dioses de las simientes.
Ayúdanos, Marte.”

 


NOTA: El 17 de mayo se celebraba la fiesta de la Diosa Día. Se trataba de una diosa arcaica que más tarde se identificó con la diosa Ceres. Su culto estaba encomendado al colegio sacerdotal de los Arvales. Las frases entrecomilladas pertenecen a uno de los cantos que se entonaban por los sacerdotes Arvales para propiciar la fertilidad de la tierra. El canto estaba inscrito en una piedra hallada a finales del s. XVIII. Aunque la inscripción hallada es de la época de Augusto, se cree que el canto fue compuesto entre el siglo V y IV a.C. 

*La pintura mural romana la he tomado de internet.

martes, mayo 14, 2013

REMO SE CONSIDERA YA VENCEDOR





Después de que los gemelos Remo y Rómulo, ayudados por sus amigos, se hubieran enfrentado a los pastores del Aventino y dado muerte a cuatro de ellos, había llegado el día de la fiesta Lupercalia. Con los ritos que se celebraban en honor del dios Fauno, terminaría su periodo de iniciación y serían admitidos a la sociedad de los adultos. Ya se había realizado la primera parte: un sacrificio de dos cabras dentro de la cueva. Mientras esperaban a que el sacerdote y sus ayudantes prepararan la carne para el banquete ritual, los muchachos se habían quitado la ropa y se ejercitaban con carreras y saltos. Justo entonces, un pastor avisó que un grupo de ladrones pretendía llevarse su ganado y pidió ayuda a los gemelos. Al instante, Remo encabezando un grupo y Rómulo dirigiendo otro, echaron a correr en direcciones opuestas para tratar de impedir el robo. Ahí nos quedamos, sin saber cómo quedaría el asunto de los ladrones ni si alguno de los hermanos conseguiría impedir ese atropello.


Si bien la mayor parte de los estudiosos coincide en afirmar que la fiesta Lupercalia estaba instituida antes de la fundación de Roma, sobre el desarrollo de algunos de sus ritos como la desnudez de los jóvenes o la carrera en torno al Palatino no existe unanimidad.
Para Agatocles de Tarento, los lupercos participaban desnudos a imitación del lobo, cuyo cuerpo sólo se cubre con su propia piel. También Fauno recorre los campos en cueros, sin vestiduras tejidas a mano, pues su reino es la naturaleza y en ella no existen tales artificios ni al dios le interesa el pudor. Más bien al contrario: su potencia y fuerza generadora, con frecuencia lujuriosa, no quiere estorbos de ninguna clase. A juicio pues de este docto erudito, desde tiempos antiquísimos los muchachos concurrían desnudos al rito precisamente para honrar al dios caprino.
Cayo Acilio, en cambio, sitúa el origen de la desnudez de los lupercos en el episodio recién narrado, es decir, en el haber corrido desnudos Remo y Rómulo para evitarse las molestias del sudor cuando salieron en persecución de unos ladrones de ganado, robo acaecido mientras se celebraba la fiesta en honor de Fauno Luperco. En su opinión, se instituyó también entonces la carrera en torno al Palatino.
No faltan tratadistas contemporáneos nuestros que rechazan por completo toda relación entre los ritos de la Lupercalia y los gemelos. En tal caso, ¿por qué se forman dos grupos de lupercos, los Fabios y los Quintili? ¿Por qué se elige a dos jóvenes de buena familia para un rito en particular? En efecto, dentro de la cueva y apenas sacrificadas las cabras, el sacerdote toca la frente de esos dos muchachos con el cuchillo sacrificial aún ensangrentado. Luego, con un mechón de lana empapado de leche les enjuga la sangre de la frente y, entonces, los muchachos lanzan una tremenda carcajada, quizá para significar su tránsito a la nueva vida adulta y a continuación salen de la gruta para empezar la carrera. ¿Quién no reconocería en esos dos jóvenes a Remo y Rómulo? Dejo a vuestra sabiduría la respuesta a esta cuestión.
Y si no dais crédito a lo que vuestros propios ojos ven y vuestros oídos escuchan cada año al celebrarse la fiesta, añadiré por mi parte una razón si no más docta, al menos más congruente con cuanto hemos aprendido al estudiar el pasado. Nuestros antepasados jamás hubieran atribuido al azar el aviso del robo de ganado ni la consiguiente persecución por parte de los lupercos pues, según se vio después, respondía al designio de los dioses. Cuál era su finalidad, es algo sobre lo cual ninguno de los expertos citados se pronuncia. ¿Quiso Júpiter poner a prueba a los gemelos? ¿Fue asunto de Fauno? Quizá ese dios agreste se resistía a dejar salir de sus dominios selváticos y desordenados, primitivos, a los dos hermanos, espléndidos y potentes como lobos.
Nosotros nada podemos hacer sino sentarnos cerca de los fuegos donde se iba a asar la carne del banquete ritual, disfrutar del día soleado y esperar a que los dos grupos de lupercos, encabezados uno por Remo y otro por Rómulo, regresaran de la persecución a los ladrones de ganado.


Acababan de extender las ascuas y colocar sobre ellas los trozos ensartados de las cabras sacrificadas a Fauno cuando de pronto aparecieron, por el fondo del valle de Murcia, Remo y los Fabios con cuantos lupercos se les habían sumado para perseguir a los bandidos. Algunos de los pastores adultos, cansados de esperar e impacientes por saber si habían logrado ahuyentar a los malhechores, descendieron hasta el valle y salieron a su encuentro para recibirlos.
- ¿Habéis vencido a los ladrones? – les gritaban desde lejos.
Y los lupercos respondían afirmativamente por señas, daban palmas y entonaban cánticos de victoria. Los pastores alcanzaron por fin a los valientes muchachos y, tras saludarlos y felicitarlos con gran alborozo, se colocaron a su lado y formaron un cortejo para acompañarlos en su llegada triunfal. Los lupercos hablaban atropelladamente y con gran entusiasmo.
- ¡Deberíais haber visto cómo huían los ladrones…! - se jactaba uno.
- Apenas han reconocido a Remo, han dejado de arrear a las vacas y han echado a correr…
- ¿Los habéis perseguido? - preguntó un pastor curioso.
- ¡Qué dices! ¿Y perdernos la fiesta? ¡Ni hablar! - respondía Bruto Fabio -. Además, estamos hambrientos.
- Así es - añadió Sexto Fabio -. ¡Ojala esas malditas cabras estén ya asadas!
La alegría de todos, con ser mucha, era pequeña comparada con la de Remo, quien no cabía en sí de gozo. Caminaba el primero respirando hondo para exhibir bien sus músculos, henchía el pecho de orgullo. Pronto llegaría su hazaña a los oídos de Flora y aún lo amaría más. Este pensamiento lo hizo sacudir la cabeza con ese gesto característico suyo que le agitaba los rizos sobre la frente.
- ¡Vaya manera graciosa de mover el pelo! - dijo uno de los pastores salidos a su encuentro, sin disimular su admiración, pues el cabello rubio y ondulado de Remo brillaba como una aureola en torno a su cabeza y lo hacía semejante a un dios.
Ese comentario, aún siendo elogioso, ensombreció la mirada de Remo. Le trajo a la memoria su enfrentamiento con Gordio Quintili, quien pocos días antes se había burlado de él y lo había ofendido gravemente al comparar sus gestos con los de una muchacha. Había jurado vengarse y hacerlo de manera pública. Ahora el destino le brindaba la oportunidad de resarcirse y, además, delante de todos los habitantes del Septimontium. Lo humillaría de tal modo que nadie lo olvidaría jamás y hasta el fin de sus días Gordio Quintili habría de soportar las burlas de todos los pastores siempre que se hablara de la fiesta Lupercalia. Se iluminó de nuevo el rostro de Remo y sonrió para sí ¡Sin duda el padre Fauno le era propicio!
Para llevar a cabo su venganza era preciso anticiparse al regreso de su hermano y los Quintili, llegar al lugar donde se celebraría el banquete antes que ellos. No parecía difícil, pues su hermano estaría aún dando la vuelta al Palatino en busca de los ladrones. ¡Cuánto más rápida y eficaz había sido su persecución! Le destellaba la alegría en los ojos. Con esa determinación tomada, volvió su rostro y dijo unas palabras a sus compañeros para alentarlos a seguirlo y luego, lazando un grito, emprendió una veloz carrera hacia la cueva de Fauno.


Por la vertiente opuesta del Palatino, como había previsto Remo,  corrían Rómulo, los Quintili y los lupercos unidos a su grupo. Ni siquiera habían llegado a ver a los ladrones, pues el intento de robo había tenido lugar en un área más cercana al valle de Murcia, hacia donde se había dirigido el grupo de Remo. Un pastor les hizo señales desde lejos. Era el mismo que había dado el aviso y les indicaba que ya había recuperado el rebaño y se retiraba con él hacia otros pastos. Para entonces Rómulo y los suyos ya habían rebasado la Velia y estaban a punto de llegar al valle entre el Celio y el Palaltino. No merecía la pena retroceder. Llegarían antes si terminaban de dar la vuelta a esta última colina para dirigirse a la cueva de Fauno.
En cualquier caso, no había prisa. Dejaron de correr, se sentaron y descansaron unos momentos, durante los cuales los Quintili y Rómulo recordaron a sus compañeros lupercos su aventura con el toro y los bandidos, ocurrida no muy lejos de allí. La conversación entre ellos era festiva, alegre, acorde con la importancia de ese día y con sus propias expectativas. Hablaban de sus planes de matrimonio quienes ya estaban prometidos y de todo cuanto, por ser ya adultos, preveían hacer en un futuro inmediato.
Ese mismo día, al terminar el banquete ritual, se acercarían al santuario del dios Quirino a ofrecerle sus bullas. Cuando dos días más tarde se celebrara la fiesta del dios, acudirían por primera vez en su vida a las ceremonias sin ostentar sobre su pecho ese poderoso amuleto propio de los niños, incapaces de defenderse por sí solos. Y casi enseguida, apenas hubieran transcurrido seis días más, marcharían a Cenina a celebrar un sacrificio en beneficio de la comunidad. Era privilegio de quienes acababan de concluir su iniciación el oficiar ese rito. La fuerza de la juventud unida a su recién adquirida condición de adultos formaban una combinación muy potente y eficaz para requerir la ayuda de la diosa Angerona. La intervención de tal divinidad era precisa pues la oscuridad de la noche se prolongaba cada vez más y amenazaba con impedir la salida del sol; sólo Angerona podía invertir el curso de ese desastre, dar fuerza al astro rey para que su luz volviera a vencer a las tinieblas. 
Con esos y otros planes gozosos bullendo en sus cabezas, los muchachos reemprendieron la marcha por el largo sendero al pie del Palatino, giraron a la derecha y continuaron por las orillas del valle entre el Celio y el Palatino hasta alcanzar el altar de Consu. Allí el camino volvía a virar y,  continuando al pie de los farallones, penetraba en la vertiente del valle de Murcia.


Acca Larentia había pasado la mañana vigilando el cielo para observar el avance del sol. Estaba sentada al amparo de una encina, justo en el límite entre el encinar y el prado, entre la luz y la sombra, algo apartada de las demás familias. A su lado se tendían con los ojos cerrados y aprovechando el calorcillo del sol los perros Bona y Seius. Su presencia en los ritos hubiera estado fuera de lugar, por ello sus amos los habían consignado a la custodia de su hermana Fausta. La muchacha, junto con otras jóvenes de su edad, había descendido hasta el valle de Murcia y allí cantaban, giraban formando corros y participaban en los diversos juegos con sus prometidos. Era una suerte de cortejo, pues pronto, cuando llegase la primavera y con ella la fiesta de Júpiter Latiaris, se celebrarían las bodas. Hasta las faldas del Palatino llegaban la música y el alborozo de quienes pronto fundarían nuevas familias.
Impaciente, volvió a mirar el cielo Acca. El sol había alcanzado ya su cénit, no tardaría en iniciarse el banquete ritual de los lupercos. Con él concluirían los ritos de iniciación de sus hijos y un nuevo puñado de jóvenes habría de salir de la protección de sus familias y vivir por sus propios medios durante un año. Suspiró con cierto alivio. El final de los ritos significaba para ella la recuperación de un poco de tranquilidad, sobre todo después de la promesa de Urco de llevarse a sus hermanos lejos del Aventino durante unos días. Temía la venganza de los pastores del Aventino. Mientras sus gemelos continuasen al alcance de éstos y de su jefe Caius, su corazón de madre no tendría sosiego.
- ¿Se sabe algo de esos ladrones de ganado en cuya persecución han ido Remo y Rómulo? – preguntó con ansiedad a Urco, quien con paso tranquilo y gesto alegre se acercaba a ella.
- ¡Borra de tu rostro tanto sufrimiento, madre! – respondió Urco –. Al parecer Remo los ha ahuyentado y está regresando ya. Dentro de un rato empezará el banquete. Espero que haya bastante carne, porque después de semejante carrera los muchachos devorarán la comida como animales.
Un grito salió de la garganta de Acca Larentia, aunque ella lo sofocó tapándose la boca.
- ¡Madre Fauna! – imploró enseguida poniéndose de rodillas sobre el suelo y hurgando en su cesto hasta dar con una torta de harina - ¡Madre Fauna, imploro tu ayuda y tu compasión! Intercede ante tu esposo Fauno a favor de mis hijos gemelos. ¡Que no los retenga a su lado, que los deje libres! Tú puedes hacerlo con una palabra, madre protectora de las mujeres, pues tu voz es persuasiva y a la vez profética – y mientras decía esas palabras desmenuzaba la torta, arrojaba los pedazos al suelo en círculo y los rociaba con un poco de miel.
Urco no comprendía el repentino pánico de su madre ni el temblor de su cuerpo entero. Se había arrodillado frente a ella y cuando la mujer terminó su invocación, le cogió las manos para transmitirle calma y consuelo. En la mirada de Urco había un interrogante.
- Algún dios te ha inspirado palabras nefastas, hijo mío. Temo otra vez por tus hermanos.
Quiso tranquilizarla, pero ya se oía el vocerío de los muchachos que regresaban de espantar a los ladrones y, contagiado de los temores de su madre, le pareció más urgente acercarse a recibirlos al lugar donde ardían los fuegos. 

NOTA: Éste es el capítulo 15 de la primera parte de la historia de Remo y Rómulo. 
*Todas las fotografías son mías excepto la de Cupido y Psique que es de Paco Hernández.  

NOTA: Os recuerdo que el miércoles 15 de mayo será la tertulia sobre Dido Reina de Cartago en el Bibliocafé, a las 19 horas. ¡Me encantaría veros!

lunes, mayo 13, 2013

BREVE RESUMEN REMO Y RÓMULO EN LA FIESTA LUPERCALIA.




De la liberta Lálage a su señora Claudia Hortensia.

Señora, cuando me dirigía a la biblioteca a cumplir el encargo que me hiciste ayer, me he tropezado con tu librero Dídimo. No me quería dejar marchar sin que antes le hiciera un breve resumen de dónde nos habíamos quedado cuando hubimos de suspender temporalmente la escritura de esta obra. Me he visto obligada a prometerle que se lo entregaría por escrito antes del mediodía. Así, te ruego me des tu conformidad al texto que he pensado llevarle o que hagas las correcciones que consideres oportunas. Mándame tu respuesta con el mismo esclavo que te lleva esta nota.

“Después de que los gemelos Remo y Rómulo, ayudados por sus amigos, se hubieran enfrentado a los pastores del Aventino y dado muerte a cuatro de ellos, había llegado el día de la fiesta Lupercalia. Con los ritos que se celebraban en honor del dios Fauno, terminaría su periodo de iniciación y serían admitidos a la sociedad de los adultos. Ya se había realizado la primera parte: un sacrificio de dos cabras dentro de la cueva. Mientras esperaban a que el sacerdote y sus ayudantes prepararan la carne para el banquete ritual, los muchachos se habían quitado la ropa y se ejercitaban con carreras y saltos. Justo entonces, un pastor avisó que un grupo de ladrones pretendía llevarse su ganado y pidió ayuda a los gemelos. Al instante, Remo encabezando un grupo y Rómulo dirigiendo otro, echaron a correr en direcciones opuestas para tratar de impedir el robo. Ahí nos quedamos, sin saber cómo quedaría el asunto de los ladrones ni si alguno de los hermanos conseguiría impedir ese atropello.”

Dime si te parece bien así o quieres que amplíe la información. Apenas tenga tu respuesta, la haré llegar al librero. 

*Foto: Iglesia de San Pietro in Montorio. Capilla de Vasari. Foto: Isabel Barceló.

Mi librero José Luis me pide que os recuerdo la cita en Bibliocafé. Miércoles 15 de mayo, a las 19,00 horas, en Bibliocafé, c/ Amadeo de Saboya, 17. Tertulia literaria sobre mi novela "Dido Reina de Cartago".