viernes, febrero 09, 2018

PSIQUE Y LAS FLECHAS DE EROS






 CAPÍTULO 1. —CRUEL DESTINO

 
El cubo de madera subió balanceándose desde el fondo del pozo. Psique lo cogió por el asa y lo apoyó en el brocal. Sus ojos sonrientes, alegres, danzaron sobre las diminutas ondas durante unos instantes. El recipiente estaba lleno. Lanzó un suave silbido mientras lo acarreaba hasta una piedra cóncava y vertía el agua en ella. Enseguida acudieron dos gazapos, una oveja de trote torpe y algunos gorriones. Psique se sentó en el suelo a observarlos beber. Luego se levantó y correteó sobre la hierba seguida por los animales y los pájaros que aleteaban a su alrededor y escapaban de las manos que ella alzaba fingiendo querer atraparlos. De tales juegos la apartó la llamada de su madre.

«Qué hermosa es», pensó la reina mientras veía a su hija menor acercarse a la puerta de su casa con los cabellos alborotados, la risa en los labios y en los ojos, las mejillas encendidas de rubor. Sus dos hijas mayores eran muy bellas, pero jamás alcanzarían la hermosura de Psique. Brillaba como un sol y no solo por la perfección de sus facciones y de su figura, sino por el halo de bondad y de candor que irradiaba toda su persona. La vanidad y la ambición le eran tan ajenas como el engaño y la doblez. Conservaba la inocencia de una niña pese a haber cumplido ya catorce años.

Durante su infancia, sus dos hermanas mayores le advertían de que tanta belleza le acarrearía desdichas sin fin y le daban consejos, a escondidas de sus padres, para afearse un poco. «Úntate el cabello de barro y sécatelo al sol para que se te vuelva áspero», le decían. «Frótate las piernas y los brazos con ortigas, así la piel se irritará». A veces le gritaban: «¡Un lobo ha despedazado a tu cordero!», para que la llantina le hinchara la nariz y le brotase en el corazón un odio contra esa fiera que diera a su mirada un brillo maligno. De nada le servía a Psique seguir tales instrucciones, pues día a día aumentaba la suavidad de sus cabellos, la blancura y sedosidad de su piel, la dulzura de sus ojos. Sus hermanas se enfadaban con ella, le reprochaban no esforzarse lo suficiente para ser menos hermosa.

Cuando ambas se casaron con sendos reyes y se fueron a vivir a sus propias ciudades, Psique creció radiante y despreocupada y, con los años, la fama de su belleza, que ya era mucha, se acrecentó. Estaba en boca de los pastores trashumantes y de los comerciantes que venían al mercado a vender objetos de bronce; los carreteros que, al final del verano, acudían a cargar los sacos de trigo para distribuirlos por molinos y pueblos difundían la noticia de su beldad; quienes se presentaban a comprobarla con sus propios ojos lo pregonaban, a su vez, al regresar a sus lugares de origen. Así, desde hacía dos años, muchas personas realizaban peligrosos trayectos por mar y tierra para verla y rendirle homenaje.

Esa mañana, mientras apremiaba a Psique para que entrase en casa y se aseara antes de la llegada de los primeros visitantes, su madre sintió una punzada de dolor, una angustia que le oprimía las entrañas cada vez que observaba a su hija: estando ya en edad y en condiciones de tomar marido, ni un solo pretendiente, ni noble ni plebeyo, había solicitado su mano. Decenas de personas, mujeres y hombres, la admiraban a diario y, sin embargo, no les llegaba ninguna petición de casamiento. Las propuestas de boda que, por su parte, ella y su marido realizaban de tanto en tanto a reyes y nobles de ciudades vecinas, eran rechazadas con excusas y subterfugios. Nadie en el mundo deseaba desposarse con su hija menor. ¿Habría de marchitarse su pequeña sin conocer el sabor agridulce del matrimonio? ¡Y pensar que sus hijas mayores sufrieron lo indecible, temerosas de que la menor las humillase casándose antes que ellas!

Aquella misma noche, cuando Psique dormía ya, rendida por otra agotadora riada de admiradores que, boquiabiertos y conmovidos por su belleza, le entregaban toda clase de dones, los reyes se retiraron a su dormitorio. Sentada en el borde del lecho, la reina expresó a su consorte su desazón.

—Por absurdo que parezca —concluyó—, temo que la falta de pretendientes se deba, precisamente, a la extraordinaria beldad de nuestra hija.

—También yo lo creo así —afirmó el rey, apenado.

—¿Es que no quedan en la Hélade varones animosos? —En el tono de la reina se mezclaban la irritación y la decepción a partes iguales.

—No te entiendo. ¿Qué pretendes decir?

—Que falta valor y sobra cobardía, eso es lo que quiero decir —su agitación se hizo evidente—. Si los jóvenes no la pretenden es por miedo a sufrir el tormento de los celos o, peor aún, el resquemor de que otro hombre les arrebate a su mujer. Por no hablar de los maduros y los ancianos, a quienes las esposas jóvenes provocan mil suspicacias e inseguridades.

—Qué equivocada estás, querida mía —el rey le tomó la mano y movió con pesar la cabeza, pues también él había reflexionado sobre ese grave asunto—. Todos los hombres, sin excepción, quieren tener a su lado a una mujer hermosa y si ello suscita la envidia de otros, mucho mejor. A los posibles pretendientes de Psique los atenaza un miedo más profundo e intenso que el temor a los celos o al engaño. Reconociendo que la hermosura de nuestra hija no tiene parangón, les asusta provocar la envidia de los dioses y que estos los castiguen con terribles suplicios. De un infortunio semejante no hay quien se defienda.

—¡Es un recelo infundado! —protestó la reina—. Desde el nacimiento de nuestra pequeña todo nos va bien: la ciudad prospera, recolectamos cosechas abundantes y nuestros rebaños engrosan. Vivimos en paz y armonía con los reinos vecinos. ¡Todo esto deberíamos explicarlo! Es preciso convencer a algún joven de que casarse con Psique no entraña peligro.

Hablaron y cavilaron durante toda la noche sobre cómo solventar ese problema. Con la llegada del alba, el rey tomó una decisión:

—Consultaré el oráculo de Apolo. Él nos orientará para dar a nuestra hija el mejor marido.

Sin pérdida de tiempo, arregló sus asuntos, desempolvó sus viejas ropas y su bastón de caminante y, al cabo de dos días, partió rumbo al santuario de Apolo más próximo a su reino.  

SINOPSIS DEL LIBRO:


NOTA: Queridos amigos, os pido disculpas porque, en su momento, cuando salió publicada esta novela, la nº 48 de la colección de Mitología de Gredos, me fue imposible poner aquí, como es mi costumbre, el comienzo de esta historia.
Como sabeis, voy muy atareada y eso me dificulta que mantener el blog  a la velocidad que desearía. En cualquier caso, es por una buena causa. Hacia mitad de abril publicaré un NUEVO LIBRO SOBRE MUJERES. Os tendré al corriente.

2 comentarios:

Mari Carmen dijo...


¡Hola Isabel! Gustazo en volver a saludarte. Siempre que sea por los motivos que nos dices, ya te esperaremos cuando te vayas normalizando con el blog, Es una tarea tan bonita como maravillosa tus libros. Que sigas cosechando muchos éxitos, querida Isabel.

Un fuerte abrazo.

Isabel Barceló Chico dijo...

Muchas gracias, querida mari carmen garcía franconetti. La realidad se impone muchas veces: crees que vas a poder con todo y lo cierto es que luego resulta imposible, así que no hay más remedio que establecer prioridades y organzar el tiempo de otra manera. Piensa que he publicado cinco novelas cortas en la colección de mitología Gredos en el último año y medio, sin abandonar las conferencias y toda la actividad literaria de presentaciones de libros de otros autores etc. Tengo ahora la satisfacción de estar en puertas de la publicación de mi libro sobre mujeres de Roma, lo que también ha significado mucho trabajo... Ahora voy a intentar estar un poco más activa en las redes sociales. Pasaré a verte. Besazos.